Así sería el PJ Clarke's si lo hubiera pintado Edward Hopper. |
En una sucesión de blancos,
negros y una inmensa gama de grises, camina pálida, como con una ausencia de
mar cosida a su estampa, llegando de algún río, ciudad adentro. Podría ser una
persona que arrastra un vacío irreparable, pero este atardecer de contrachapado,
es la luna, la que ya asoma su cabeza entre la 55 y la 56, en ese espacio con
tintes de irrealidad que en Nueva York
separa el East river del Hudson, esa lagartija de asfalto entre
ríos, esa utopía humana que se levanta como un mito y que en esta ciudad,
irremediablemente, se mimetiza con el cine, inseparablemente, se celuloidifica.
Y bajo esa luna de asfalto que, aunque parezca distinta es la misma que ilumina
Wisconsin, un hombre está detenido en la esquina del Pj Clarke’s, en la 55 con la Tercera Avenida. A su izquierda y en
la lejanía, la proa del Flatiron
queda desdibujada bajo el ala de su sombrero, igual que un barco hacia un sueño
inatrapable. A la derecha se alarga el asfalto, como si no tuviera límite y al
frente, todo acaba en el río y Central Park solo se expande como una parada
idílica, previa al final del recorrido. Para
ralentizar este anochecer la mejor opción será entrar y tomar un trago,
piensa el hombre. La fachada del Clarke’s
sigue teniendo su característico ladrillo rojo y con esa entrada estilo inglés,
que le da un aire europeo y elegante, parece sostener, él solito, el inmenso
rascacielos encastrado, que le añadieron a finales de los años sesenta, como un
insulto. Ni siquiera la especulación inmobiliaria consiguió cerrar sus puertas. Pj
resiste, incluso al avance de los tiempos.
Se abre la puerta. Nuestro hombre
reconoce cada una de las mesas, la madera gastada de la barra y el sonido del
piano que tantas veces acompañó sus noches de juerga en aquel local. Tras la
barra está uno de los últimos camareros que conoció, el amigo Joe, todavía más
enjuto que en su juventud, con el pelo blanco y un rostro con los huesos tan
marcados que una sonrisa en él parece algo imposible. Alegre por encontrar a un conocido, el hombre toma
asiento en la barra del bar. ¿Qué tal, Joe?
-
¡Cuánto
tiempo, señor! He tardado un instante en reconocerle pero, vaya, ¡qué acontecimiento!
-Joe, todavía sorprendido por la inesperada visita, estrecha la mano del viejo
cliente. Tras el saludo, continúa secando los vasos-
-
Sí, amigo,
ha llovido mucho. Pero en el Pj Clarke’s nada ha cambiado.
-
Bueno, nos
han quitado un par de pisos los de la constructora del edificio, ¿recuerda?
-
Sí, pero
de esto hace ya muchos años. Lo que quiero decir es que el Pj es parte de la
historia viva de la ciudad. Y como tal, hay que respetarlo.
-
¿Respeto?
En estos tiempos…
El hombre interrumpe a Joe y
haciendo memoria, recuerda la historia del emblemático local.
-
Allá por
1868 abrió por primera vez sus puertas, como cantina para los trabajadores de
las factorías y los mataderos del barrio. En 1912 el local pasó a manos de un
irlandés llamado Patrick Joseph Clark y este, además de bautizarlo, lo
convirtió en un local clandestino durante la Prohibición. En 1948 pasó a manos
de mis paisanos, los Lavezzo y decidieron mantener el local igual que lo tenía
Clarke. En esa época fue cuando yo empecé a venir. -Mientras hablaba, los ojos de aquel
hombre no miraban a Joe. Se perdían en el vidrio de las botellas. Tomó un
respiro en sus recuerdos. Se despojó del sombrero, desabrochó su gabardina y
suspiró- Bueno, perdona, no quiero aburrirte con historias que , probablemente,
tú conoces mejor que yo. Así que, ponme un trago, Joe.
-
¿Lo de
siempre?
-
Alexander’s
A Joe siempre le había
sorprendido que la bebida preferida para aquel hombre fuera el Alexander’s,
pues tenía fama de empedernido bebedor de Jack Daniel’s por otros garitos. Pero
en el Pj Clarke’s siempre pedía este
cóctel. Joe echó en el mezclador la ginebra y el licor de cacao, incoloro por
supuesto. Le dio unas sacudidas. Una vez servido en al copa, añadió la nata.
Era el cóctel estrella del local y él lo sabía. Por eso lo preparaba siempre
cuidadosamente, con gran esmero.
-
Su trago,
Mr…
-
¡Sssshhhh,
cállate, coño! ¿No ves que vengo de incógnito? –interrumpió el hombre-
-
Lo siento…
La disculpa del camarero no fue
escuchada. Coincidió con el primer trago de Alexander’s que aquel hombre
ingería.
-
Tan
estupendo como siempre, Joe
-
¡Gracias!
Ya sabe, el cóctel estrella.
-
Cuántos
buenos ratos hemos pasado aquí. Imagino que sigue siendo el mejor local de
hamburguesas de todo Nueva York.
-
…y los
aros de cebolla , señor…
-
Bueno, eso
es más novedoso. Lo que a mí me gustaba de verdad era pedir la hamburguesa
gigante y la guarnición de patatas. Quiero decir, las veces que venía a cenar,
que eran las menos. Porque normalmente y tú lo sabes bien, veníamos a beber.
Yo fui el dueño de la mesa 20 Era mi local favorito. ¿Y los baños? ¡Era imposible no acertar en los urinarios! Apuesto a que eran los más grandes del mundo. A este local venía con Liza y con Richard Harris… Joder, el tío,
¡se cascaba seis vodkas dobles sin pestañear! Otras veces vine con Nat, otras
con Lamotta. ¡Venía gente importante por aquí!
-
Últimamente,
esa costumbre no ha cambiado, señor. Actualmente suelen venir Johnny Deep,
Keith Richards…
-
Pero ¿de qué
demonios estás hablando? Yo me refiero a la Historia de esta ciudad, con
mayúsculas, chico, con mayúsculas. A ver, en una de estas mesas…probablemente
aquella de ahí (dijo, mientras escrutaba el local con su mirada) Johnny Mercer, hijo, ¡el gran Johnny Mercer!,
compuso las primeras notas y los primeros versos de una canción que además
lleva tu nombre…
-
¿One for my
baby?
-
…and one more for the road…¡exacto! Eso
sí que es historia. Estamos hablando de que el escritor Charles Jackson se basó
en el Pj Clarke’s para su novela The lost weekend, que Billy Wilder llevó al
cine, posteriormente. Que Buddy Holy tuvo aquí su primera cita, con su primera
novia. Que los Kennedy…¿sabes?, aquellos irlandeses que manejaron el país...
pues bien, los Kennedy traían aquí a sus chavales a comer hamburguesas. Bueno y
yo les acompañé en cierta ocasión.
-
Yo no
comprendo para qué te metiste en política.
-
Ni yo,
hijo, ni yo… Creo que no tenía bastante. A mí no me bastaba con el éxito, con
el reconocimiento de mi música. Quería algo más. Y a veces, la ambición nos
lleva a cometer ciertos errores.
-
¿Quién
mató a Kennedy?
-
¡Yo qué
sé, cojones! ¿Por qué me lo tienes que preguntar? No vuelvas a hacerme esa
pregunta o verás el Alexander’s por encima de tu cabeza. A ver, piensa un poco.
¿De dónde vengo?
-
Ya veo…
-
Bueno,
¿y qué acontecimiento ha ocurrido por
aquí en los últimos años, digno de mención, Joe?
-
Bueno, desde
1988 servimos la Brooklyn Lager, aquella cerveza que aprendió a fabricar un
periodista durante su estancia en Arabia Saudí
-
Tiene
gracia. Sería como la Ley Seca, de nuevo. En Arabia Saudí estaba prohibido el
alcohol. Debió de fabricarla escondido en su casa…
-
Y poco
más, señor. Al anochecer el bar se me llena de oficinistas que han acabado su
jornada.
-
Ya veo, lo
que antes eran actores y compositores, ahora son oficinistas. Bueno, c’est la
vie. Pues me voy, antes de que lleguen los oficinistas y me reconozcan
Justo en ese instante, mientras el señor terminaba de hablar, entró en el
local un parroquiano llamado Banjo Sam
y se sentó en la barra, junto a nuestro hombre. Al ver su cara, los ojos de Banjo se abrieron como platos y su boca,
como un buzón de correos. El hombre pagó a Joe su Alexander’s y abandonó
rápidamente el local, antes de que fuera demasiado tarde y aquel cliente recién
llegado descifrara su nombre. Tartamudeando, Banjo se dirigió al camarero:
-
Joe, tío,
¿desde cuándo viene Lucifer a este bar?
-
Bah, no
digas tonterías, hombre. No era el diablo.
-
Pero olía
a azufre y esa mirada…
-
¡Cállate! Y
te voy a pedir un favor, no cuentes a nadie esto que te voy a revelar. Mira,
desde hace algún tiempo, Frank Sinatra abandona el infierno para tomarse unos
tragos aquí. ¿Lo comprendes ahora? Anda, echa unas monedas en la jukebox, pon
algo tranquilo y triste. Y bebe.
Una historia de fantasmas que añoran otras épocas, le va muy bien al propio Frank y a su música, claro. Enhorabuena, una vez más.
ResponderEliminarUn abrazo.
Un abrazo, Ethan. Gracias por pasar. Sinatra es un fantasma muy presente.
ResponderEliminarEn la barra de uno de estos históricos garitos (de éste no tenía noticia, Marcos: thanks for the information) dos parroquianos podían haber mantendio aquella conversación de La noche se mueve, de Arthur Penn: "¿Dónde estabas tú el día que mataron a Kennedy?". "¿Qué Kennedy?". "Cualquier Kennedy". La historia de los USA está hecha de balazos, tragos largos, versículos y memorables canciones. Abrazos.
ResponderEliminarSeguro que fue mantenida esa conversación e el PJ Clarke's Que conste que loq ue he escrito aquí acerca de Kennedy es una broma, por supuesto, sin ninguna influencia real. Abrazos, Juan. Gracias por pasar.
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